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¡flash!

¡Flash! ... A pesar de la venda sobre los ojos, pudo notar el fogonazo de luz. Y con el estallido luminoso, también estalló dentro suyo una sensación de desagrado, de contrariedad, de rabia y de humillación, que, sin embargo y sorprendentemente para ella, se mezclaba con una firme decisión de no decir nada, de aguantar sin rechistar, de dejarse hacer; una sensación extraña y muy intensa, que ahora se extendía por todo su cuerpo, como difuminándose, pero, a la vez, embargándola como una especie de borrachera.

Él sabía que odiaba las fotos, las "o-dia-ba". Siempre las había odiado. No era fotogénica. Se resistió como pudo a mandarle una, cuando se conocieron por internet, cuando se conocían y deseaban ya lo suficiente como para que un "no" a enviar la dichosa foto, hubiera sido un "no" a muchas otras cosas. Ella supo entonces que la excusa de que "no tenía ninguna foto escaneada", por primera vez, no le serviría. Y, de hecho, se descubrió a sí misma, recorriendo la ciudad como una posesa, en día de fiesta, para encontrar algún sitio donde digitalizar la única foto "un poco decente" que había podido encontrar.

Y ahora estaba allí, tumbada boca arriba sobre la cama. Con el conjunto que él le había regalado. Atada de pies y manos, con los ojos vendados. Algo que todavía no había asumido del todo, si bien, tras un primer intento, que no fue muy afortunado, empezaba a reconocer el placer de estar desvalida ante él. Inmovilizada, privada del sentido de la vista. Pero él muy no se conformaba con esto. Después de atarle y de vendarle los ojos, después de unos minutos, que se le hicieron horas, en los que no sabía qué estaba tramando, ese "flash" le confirmó hasta dónde quería llegar para demostrar quién mandaba allí.

Se sentía ridícula. Y temblaba como una hoja. Ya no sabía si del miedo, la excitación o la rabia. Quizás una mezcla de las tres cosas. De repente, sintió los labios de él sobre los suyos, rozándolos suavemente, en un dulce beso. Y un susurro a su oído: "no tengas miedo, confía en mi". Nunca le habían dado un beso tan tranquilizador. Dejó de temblar, mientras él liberaba las ataduras de sus manos y de sus pies. Eran nudos sencillos en una postura también sencilla: manos juntas, por delante, apoyadas sobre el vientre, y pies juntos, con las piernas extendidas. Todo demasiado sencillo.

Por eso, cuando pensó -un instante- que todo había terminado y ya estaba dispuesta a pedirle explicaciones (siempre lo hacía y a él le encantaba hablar de cada experiencia), no le extrañó que no quedara allí la cosa, y que tomara una de sus manos, la llevara hacia una de las esquinas superiores de la cama y la atara por la muñeca a una de las patas, que luego hiciera lo mismo con la otra mano y con las dos piernas, hasta formar un aspa, con el sexo -lo notaba perfectamente debajo de la braguita- muy abierto y mojado.

¡Flash!, ... ¡flah! ... se estaba recreando. Podía oírle moviéndose alrededor de la cama, subiéndose a la silla. Buscaba el mejor ángulo. Era un perfeccionista y le gustaba la fotografía. Y había encontrado la forma de combinar esta segunda afición con la primera: el bdsm. Lo descubrió cuando le regalaron esa cámara digital, con la que podía tomar todas las fotos que quisiera y verlas al instante y después borrarlas, en su caso, sin tener que pasar por la vergüenza de que alguien las pudiera ver en una tienda de revelado.

Ella soportó estoicamente aquella "sesión" tan especial, mezcla de sesión de sado y sesión fotográfica, mostrándose dócil cada vez que él le cambiaba de posición, a su capricho, y unía y separaba sus manos y pies en mil posturas: mano izquierda con pie izquierdo, mano derecha con pie derecho ... ¡flash! ... muñecas y tobillos todos juntos, en alto, por delante, tumbada boca arriba, con las piernas semiflexionadas y muy abiertas ... ¡flash! ... también por detrás, tumbada boca abajo ... ¡flash! ... en posición fetal ... ¡flash! ... a lo perrito, con la cara apoyada en la cama y las muñecas atadas a los tobillos ... ¡flash! ...

En ese momento él se detuvo. Estaba incómoda en esa posición. Siempre le había gustado estar a cuatro patas para él, pero ahora no podía apoyarse en las de delante y apenas podía respirar, al hundirse su cara en el edredón. De todas formas, parecía que todo había acabado, así que no se quejó. Esperaba, ahora sí, que la liberara, después de haberla fotografiado a su gusto en todas las posiciones imaginables. Pero, en vez de eso, notó como se acercaba, le bajaba las bragas del conjunto y empezaba a lamerle por detrás toda su rajita, desde el clítoris hasta el orificio anal.

Se olvidó de todo. De la posición incómoda. De que apenas podía respirar. Y solo sintió su lengua. Y la excitación de su Dueño (ella sabía que la visión de un culo a cuatro patas era algo que le volvía loco). Y notó cómo aumentaba y se extendía por su cuerpo un inmenso placer. Un placer que ella ya conocía de otras veces. Pero no con otros, porque nadie, nunca, le había "comido" el coño como él. Lo hacía tan bien, con tanto cariño y, al tiempo, tanta pasión.

Su lengua jugaba con maestría con el clítoris, frotándolo en círculos, y de allí pasaba, sin pararse, a su abertura, introduciéndose en ella, solo un instante, para salir enseguida y continuar por la dulce hendidura que separa las nalgas hasta el inicio de su espalda. En ese momento un escalofrio recorrió toda su médula espinal, hasta llegar al cerebro y todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, como si se tratara de un telegrama de placer o de una descarga eléctrica.

Ahora la lengua recorría el camino inverso. No sabía muy bien porqué, pero siempre el viaje de "vuelta" era aún más placentero que el de "ida". Cuando pasó por su ano, notó como introducía en él la "puntita" sin ningún esfuerzo, pues de la excitación se había dilatado solo. Luego continuó su camino, los labios, el coñito (nueva visita rápida), el clítoris. Allí se detuvo, chupándolo, succionándolo, atrapándolo con los labios y con los dientes, tirando de él y metiéndoselo entero en la boca hasta que ella no pudo aguantar más y empezó a correrse en su cara

Pero sabía que su Dueño no se contentaría con eso. Solo era el comienzo. Mientras mantenía con sus dedos el orgasmo del clítoris, empezó a introducir y sacar su lengua en la vagina. Tenía una lengua muy grande y la sensación era la de una penetración, aunque más húmeda y caliente. Notaba cómo la cara de su Amo se hundía entre sus nalgas en cada acometida, cómo su barbilla había sustituido a los dedos en la presión sobre el clítoris y cómo su nariz (esa nariz aguileña que ella adoraba) golpeaba la entrada de su culito.

No lo pudo resistir. Era algo más fuerte que ella. Y empezó a notar cómo un segundo orgasmo estallaba en lo más profundo de su coño, y se extendía, desde allí, por todo su cuerpo, uniéndose al orgasmo clitoridiano que aún sentía. Él notó perfectamente cómo las paredes de la vagina se contraían sobre su lengua, como queriéndola abrazar. Y supo que era el momento. El momento de ir a por el tercero.

Sin variar la postura de ella, se incorporó del suelo, se quitó el calzoncillo que ella le regalara (un calzoncillo largo, estampado, de esos elásticos, que más que "marcar", resaltan casi hasta lo pornográfico el "paquete" y que a ella le encantaban), se puso en cuclillas sobre la cama, separo sus nalgas con las manos y después de echar saliva sobre su esfínter abierto y de dilatarlo un poco más con los dedos, empezó a introducir su sexo por él; poco a poco, primero solo el glande, le dio un azotito para que relajara los glúteos, y enseguida que lo hubo hecho pudo introducir el pene casi hasta la mitad.

En ese momento le quitó la venda de los ojos, tenía la cabeza mirando hacia su lado izquierdo, como él había previsto, justo hacia un espejo grande de pared, que estaba paralelo a la cama. "¡Mira cómo te follo, perra!", le dijo, "mira cómo te follo por el culo".

Esa visión fue bestial. Allí estaba ella, a cuatro patas, o mejor dicho, a dos; con la cara semihundida en el edredón, de rodillas, con el culo en alto, las muñecas atadas a sus tobillos y su Amo, su Dueño, su Señor, en cuclillas, detrás de ella, follándola como a una perra.

Podía ver -perfectamente- en el espejo, cómo la polla de su Amo, esa polla que ella adoraba, entraba y salía de su culo; cómo, al mismo tiempo, pero sin una cadencia determinada, le propinaba un azote, y esa imagen le volvía loca. Tanto que empezó a notar cómo, sin haberse recuperado aun de los anteriores orgasmos (el del clítoris y el de la vagina), empalmando uno con otro, encadenándose, empezaba a estallar un tercero todavía más intenso (en su culo), al unir las sensaciones de la piel (la de la penetración y la de los azotes), a la excitación que le causaba la visión que contemplaba en el espejo.

En medio del orgasmo, de las contracciones y de los gemidos, aún pudo ver cómo él tenía la sangre fría de coger la cámara que había dejado en la cama y hacer fotografías, tanto de sus nalgas enrojecidas, con las marcas de sus dedos sobre ellas (las podía imaginar) ... ¡flash! ... como de su enorme sexo internándose por su ano, hundiéndose en él, ensartándola, empalándola ... ¡flash! ... y, también, de la imagen que de los dos se reflejaba en el espejo ... ¡flash! ...

No pudo ver más. Algo muy intenso explotó dentro de ella, al mismo tiempo que una sensación de calor le invadía por dentro, subiendo por su ano hasta quemarle las entrañas (supo que él también había llegado al clímax). Cerró los ojos. Se le fue la cabeza. Al poco, se derrumbó. Notó (aunque lo notó como si no fuera su cuerpo, sino el de otra persona) cómo "caía" de costado, sobre la cama (le pareció notar que "ayudada" por las manos de él, pero ya no estaba segura).

Y también notó cómo él se tumbaba a su lado, la abrazaba, la acurrucaba, la estrechaba fuerte entre sus brazos, así como estaba, atada. Cómo ponía la cabeza de ella sobre su pecho, para sentir ambos las respiraciones agitadas, los latidos locos de sus corazones. Cómo, al mismo tiempo, le daba besos en la frente, por toda la cara, en la boca. Cómo metía los dedos en su pelo, desde la
nuca, peinándolo.

No supo cuánto tiempo había transcurrido, sólo que nunca se había sentido tan bien. Empezaba a regresar de esa especie de desvanecimiento o de paraíso y empezaba a notar la presión de las cuerdas en sus muñecas y tobillos, la incomodidad de la postura y el escozor en sus nalgas, justo cuando él, sin dejar de abrazarla y besarla, comenzó a deshacer las ataduras. Una mano, la otra los pies; estiró y movió los brazos y las piernas un poco, para desentumecerlos, y sintió el placer, primero, de la libertad, pero, enseguida, el placer aun más grande de poder abrazar con ellos a su Dueño, a quien tanto quería y tan feliz le habia hecho.

Se miraron, como siempre, con dulzura, con complicidad. Se besaron. No sé cuántas veces. Se hicieron carantoñas. Eran dos niños mimosos. Él pasó sus dedos por la cara de ella, dibujando sus cejas, sus ojos, su nariz, sus labios (a ella le encantaba). Hablaron, de todo lo que habían sentido, de la "rabia" inicial que había sentido ella al notar el primer "flash", y de cómo se había ido transformando ese sentimiento, de la intención con la que él había preparado y ejecutado la sesión y él le dijo que ésta aún no había terminado.

Entonces, sin moverse apenas, alargó la mano, tomó la cámara que estaba a su lado, la puso delante de los dos y empezó a pasar, una por una, todas las fotos que le había sacado. Ante sus ojos aparecía una hermosa chica, atada, en mil posiciones y, después, unos primeros planos de un culo, enrojecido y luego penetrado por un sexo que costaba imaginar cómo podía caber en él.

Ella apenas se reconocía, le invadía, por un lado, una vergüenza infinita y, por otro, una especie de orgullo. En las primeras fotos se veía hasta guapa (para sus adentros se decía que no tenían nada que envidiar a otras de bdsm que habia visto en la red) y sólo con ver las segundas empezaba a notar de nuevo cómo se empezaba a lubricar su sexo y su culo.

Después de verlas un par de veces, de disfrutarlas y comentarlas, él manipuló unos botones y, sin decir nada, empezó a borrarlas, también una por una, con pena -se le notaba- pero con decisión, como alguna vez habían hablado que lo haría.

Ella se sintió más segura cuando terminó la operación, pero, al mismo tiempo, sabía perfectamente que daba igual que las hubiera borrado, porque estaban grabadas en sus mentes y habrían de recordarlas en adelante más de una vez, cuando estuvieran separados, cuando se acariciaran pensando el uno en el otro

Pero eso sería otro día, ahora estaban juntos y la visión de las fotos le había encendido nuevamente el deseo (aunque, la verdad, no necesitaban más que del roce de sus pieles para desearse y amarse una y otra vez). Así que dejó la cámara a un lado (esa cámara que les había proporcionado un placer doble y que ahora veía con otros ojos, con ojos de agradecimiento) y, con esas imágenes frescas en sus cabezas, empezaron a acariciarse tierna y apasionadamente, como les gustaba hacerlo, desde la primera vez que se tocaron.