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sí, ¿y qué?

 
Elegí voluntariamente ser una perrita con la misma naturalidad con la que se opta cada mañana por levantarse en lugar de quedarse en la cama. Creo además que no hubiese podido ser de otra forma y que si cabía alguna duda, solo era a la hora de decidir qué haría entonces con mi gusto por la Coca Cola ante la dificultad que entraña beber de un cuenco un líquido con tanto gas.

No supe muy bien por qué preferí ser perra a cualquier otro animal, pero la respuesta la vi en los ojos de mi Dueño cuando salí a recibirlo el día de nuestro primer almuerzo juntos, el día en el que me regaló mi collar y con una cadena corta me condujo hasta el comedor y me miró con un orgullo que casi me hace llorar.

Y yo tumbada a su lado, pensando que la felicidad era algo tan simple y a la vez tan complejo como que tu Dueño tuviese el cuidado de darte de comer de su mano, de acariciarte y de inclinar el cuenco donde por fin has conseguido aprender a beber Coca Cola sin que las burbujas te mojen el hocico.

Hasta lo más cotidiano, comentar las noticias de un telediario, se convierte en algo valiosísimo porque mi Dueño me escucha, porque yo lo oigo, porque al mismo tiempo estoy atenta a cualquier movimiento de su cuerpo, alerta para atender cualquier deseo antes incluso de que él lo haya formulado. Recuerdo que los primeros días me daba vergüenza ir al trabajo, hablar con otras personas por temor a que me delatara mi sonrisa, mis silencios o mi tranquilidad; miedo a que pudiesen ver a mi Dueño de la misma manera que yo lo sentía junto a mi con cada paso que daba, porque creo que las personas que se llevan en el alma son necesariamente visibles por los que te rodean.

Pronto me acostumbré a dormir con el collar puesto cuando él no estaba: despertar en la noche sintiendo como abraza mi cuello me hace sentir el aliento de mi Dueño en mi nuca, recordar en todo momento lo que soy y a quien pertenezco. Al principio resultaba incómodo por la dureza del material, y las primeras noches me lo quitaba medio dormida, pero pronto aprendí a sentirlo como una parte más de mi y por las mañanas a veces tenía que detenerme ante la puerta al salir para quitármelo.

Ser una perrita no siempre puede llevarse a gala como una quisiera: nunca se me ocurriría recibir a mi familia con mi collar y mi correa, tengo que recordar siempre guardar todos mis juguetes si alguna visita amenaza con perturbar la tranquilidad de mi mundo canino y sobre todo, no ladrar, no aullar a la luz de la luna en presencia de extraños.

Intento recordar esto cada día pero ciertos errores son inevitables, pequeñas pistas que inconscientemente voy dejando en el camino, descuidos que yo misma podría haber reconocido como peligrosos pero que, acostumbrada como estaba a la naturalidad con la que me comportaba junto a mi Dueño, pasé por alto.

Ahora lo recuerdo con cierto distanciamiento irónico, como si yo no fuese la protagonista de aquella escena, porque a mi misma me sorprendió la fuerza con la que enfrenté aquella situación. Cuando sonaron las llaves de mi hermana abriendo la puerta de mi casa, no las oí. Ni siquiera el ruido de pasos de mis padres y mis amigos entrando en el salón con sigilo.

Al levantar la cabeza del cuenco y ver a tanta gente cargada de globos, regalos y la gran tarta para mi fiesta sorpresa de cumpleaños, casi me fallaron las patitas delanteras. Deseé que el cuenco del que bebía fuese tan profundo que pudiese tragarme a mi, mi collar y la pelotita que mi Dueño me había enviado como regalo de cumpleaños.

Por unos segundos casi no pude respirar pero comprendí que no había muchas salidas. Al levantarme solo veía a mi Dueño ante mi, sonriendo y acariciándome, hasta que las uñas clavadas en la palma de mi mano me devolvieron a la realidad. Nadie se había movido de su sitio, helados ante mi desnudez y mi mirada desafiante.

Recuerdo perfectamente a mi hermana, blanca, iniciar un movimiento de retirada cortado por mis palabras: "Sí, y qué?" les dije posando mis ojos en cada uno de ellos. Sin darles tiempo a reaccionar, puse música en el equipo y tras recomendarles que se acomodasen, entré en el cuarto de baño a vestirme para poder disfrutar de mi fiesta planeada con tanto esmero.