CRÍTICA
Javier M. Tarín
El cine dominante nos tiene acostumbrados a tratar
temas como la violencia y el sexo de manera bastante irreal y sin entrar en sus consecuencias en aras de la construcción de
discursos gratificantes para un espectador que demanda butacas cada vez más cómodas. Michael Haneke, por el contrario, trata en su último filme -en línea con
sus producciones anteriores- de dar la vuelta a ese discurso para mostrar al espectador algo bastante más real, que por su
crudeza le haga revolverse en su butaca.
La secuencia inicial, anterior al genérico,
presenta la relación entre Erika Kohut y su madre, más propia de la que se tiene durante la adolescencia, pero veinte años
más tarde. La madre controla a su hija el horario de llegada y le recrimina sus gastos, mientras ésta, que a sus cuarenta
años todavía no se ha independizado, responde con una agresividad verbal y física de una chica de quince años. El reflejo
de Erika y su madre lo encontraremos un poco más tarde en Anna Schober, alumna de Erika, y su madre la Sra. Schober, convertida
en representante de su hija para la que pretende conseguir un futuro prometedor como pianista. El nivel de exigencia y de
renuncia es tal cuando se pretende triunfar como concertista de piano que puede provocar en un adolescente serios problemas
de adaptación y de relación con los demás. Anna sería pues el espejo en el que buscar la historia de Erika anterior al inicio
del relato. A continuación el genérico -plano cenital del teclado del piano interrumpido por los créditos sin música- guía
al espectador a la profesión de Erika: profesora de piano en el conservatorio y concertista en algunos eventos privados de
la clase alta. En sus clases ejerce el poder de forma implacable con los alumnos a los que hasta cierto punto maltrata psicológicamente
sin ningún reparo.
Hasta ese momento la descripción
del personaje entra dentro de la "normalidad", pero después se nos define por varias secuencias que tienen que ver con su
sexualidad. Primero con la visita a un sex-shop para ver películas pornográficas mientras huele los pañuelos de semen dejados
por los anteriores clientes. Después en el autocine donde se nos muestra su gusto por el voyeurismo, y en una escena perturbadora
en el baño autolesionándose con una hoja de afeitar en la vulva. Más tarde cuando un joven alumno (Walter Klemmer) atraído por ella intenta seducirla, Erika le
desvela su tendencia al masoquismo sin que éste pueda entender lo que le propone. Una incomprensión con la que hasta cierto
punto se identifica el espectador.
La lógica del relato parece indicar,
pues, que la sexualidad de Erika es la confirmación de esta secuencia psicológica, a saber, que al no haber vivido su adolescencia
plenamente, con una madre exigente y dominante, ha desembocado en un desequilibrio emocional e incluso mental. Haneke la explica,
en cierta medida, por la estructura del relato, con la relación axfisiante con su madre. Sin embargo, si se acepta dicho razonamiento,
el filme serviría para tranquilizar las conciencias puesto que aquello que se escapa a la norma es una enfermedad mental.
Por eso coincidimos con la reflexión de Nacho Cagiga cuando afirma sobre este punto al hablar del filme: "No son los condicionamientos
psicosociales los que han hecho masoquista a Erika, sino que ese masoquismo se vuelve conflictivo precisamente porque la normalidad
aparente que lo envuelve todo esconde en su subsuelo, bajo sus dobles capas, toda una serie de miserias humanas reprimidas
que emponzoñan el ambiente".
El filme es duro y exigente
con el espectador, y demuestra que la pirotecnia de violencia y sexo al que nos tiene acostumbrados el discurso cinematográfico
dominante es mucho menos impactante que la crudeza transparente y desnuda de este filme imprescindible.